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historia de la Tierra

Curiosidades de ciencia

Herejía

12 octubre, 2016

La historia de cualquier parte de la Tierra, como la vida de un soldado, consiste en largos periodos de aburrimiento y breves momentos de terror”. Esta frase del paleontólogo inglés Derek Ager pone de manifiesto el carácter tan complicado de nuestro planeta, un temperamento que se podría definir como el de un loco perturbado que, cada cierto tiempo, arma la marimorena. Esa poesía tan seductora sobre el equilibrio y la armonía de la Tierra, créanme, es una leyenda urbana; quédense más bien con la frase que escribió Darwin en su cuaderno de campo: «Un instante basta para destruir ilusiones prolongadas«. Así es, los capítulos y apartados que marcan la biografía terrestre, un largo texto de 4600 millones de años, se abren y cierran con grandes cataclismos, extinciones masivas y revoluciones naturales que dejaron una huella reconocible a escala global.

Entre las más frecuentes expresiones de la personalidad ciclotímica de la Tierra están los continuos cambios en el clima; entendiendo el clima como un complejo sistema de interacciones entre agentes terrestres y extraterrestres, jugando un peso muy importante los desvaríos de la actividad solar (el sol también es un poco lunático). ¿Qué nos dicen los estratos y los sedimentos marinos al respecto? Pues esas páginas donde está escrito el pasado remoto nos revelan que, desde hace 50 millones de años, la Tierra se está enfriando; el clima tan cálido que reinó durante todo el periodo anterior- el Cretácico- y que generó el boom de las plantas con flor, se marchó para dejar grandes extensiones de hielo en los polos y en las cimas de las cordilleras terrestres.

Los evolucionistas del XIX, además de dinamitar el concepto de una Naturaleza inmutable, también nos legaron una gran afirmación: «Si el clima influye en el desarrollo de los organismos, también los seres vivos han de influir en el clima». Pese a lo que algunos creen, tampoco tenemos primicia alguna como especie modificadora de la atmósfera. Las concentraciones de oxígeno y dióxido de carbono (CO2) en esta capa gaseosa que nos reviste, han variado (y mucho) a lo largo de las diferentes eras geológicas, no solo debido a la furia de los volcanes, sino también a la actividad de los organismos que realizan la fotosíntesis. El CO2 es un chute para las plantas, se disparan como un jovenzuelo en una discoteca de Ibiza. De nuevo, las páginas de ese novelón que tiene por título «El planeta azul» nos relatan que, desde la aparición de la Vida, el dióxido de carbono se ha ido reduciendo progresivamente en beneficio del oxígeno.

Podemos pues resumir esta perspectiva geológica en tres actos: La Tierra se enfría, el CO2 disminuye y, un dato más: no hay una relación clara en el registro geológico entre el CO2 y la temperatura global.

¿Qué nos importa esta visión tan lejana en el tiempo? Un pimiento, dirán muchos de ustedes. Pero no abandonen aún la lectura y dejen que les acerque poco a poco hasta nuestro tiempo.

La curva de la temperatura global de la Tierra durante los últimos cuatro millones de años bien pareciera la trayectoria de una montaña rusa. La sucesión de glaciaciones y periodos interglaciares más cálidos ha revolucionado el planeta en los últimos segundos de su biografía. Por un lado, las continuas subidas y bajadas del nivel del mar (amplitudes de hasta 130 m), que han ido modificando la línea de costa y trazado numerosos puentes terrestres durante las glaciaciones, vías naturales que han utilizado las especies para migrar y cambiar de rumbo. Por otro lado, importantes extinciones de aquéllos que no supieron o pudieron adaptarse a los vaivenes del clima; valga como ejemplo la desaparición de los mastodontes (mammuts) y de nuestros primos los Neandertales, que se quedaron también por el camino (ambos por grandullones).

El Neolítico marca un antes y un después en nuestro devenir como especie; pasamos de ser grupos dispersos de nómadas, con culillo de mal asiento y más hambre que un león de circo, a concentraciones estables de campesinos y ganaderos. Ese cambio tan extraordinario en el comportamiento vino inducido por una variación radical del clima: atrás quedó la última glaciación para dar paso a un clima más cálido y favorable para el desarrollo de la agricultura. En ese momento cumbre de la Prehistoria, la temperatura global subió unos 5ºC en tan solo dos décadas y los hielos se retiraron hacia las latitudes polares que ahora conocemos. Durante los 12.000 años que han trascurrido desde entonces, las fluctuaciones climáticas han marcado el paso de las grandes civilizaciones. El imperio romano se extendió durante siglos bajo una bonanza climática que permitió el cultivo de viñedos en Britania y de cereal en el norte de África. El llamado Óptimo Romano tocó techo hacia el año 400 d. de C., y coincide con un recrudecimiento de los inviernos en el norte de Europa que fuerza a los pueblos bárbaros a desplazarse hacia el sur, abriendo cada vez más fisuras en las fronteras del Imperio. El calor volvió de nuevo a Europa en la Edad Media, y las buenas cosechas y ricos pastos sufragaron la construcción de las grandes catedrales. Pero si hay que remarcar una época peculiar en nuestra historia, ésta fue la Pequeña Edad de Hielo. Las pinturas de Brueghel El Viejo (S. XVI) ya muestran unos paisajes con mil matices de blanco en la paleta, y un manto de frío, hambre y miseria cubrió a la vieja Europa hasta bien entrado el XIX.

Recientes estadísticas ponen de manifiesto que el 75% de las tierras no cubiertas por el hielo están modificadas por el hombre. La humanidad posterior a la revolución industrial se ha convertido en un agente transformador del paisaje a un ritmo vertiginoso. Nuestra huella en el planeta ha adquirido ya una dimensión global, alterando la mayoría de los ecosistemas, menguando la biodiversidad y dejando un reguero manifiesto de contaminación en mares, ríos, lagos y acuíferos. Si esto pareciera poco, hemos liberado a la atmósfera una importante concentración del carbono que la Tierra había almacenado durante millones de años como depósitos de carbón, gas e hidrocarburos. En estos momentos hay suficientes evidencias científicas, ya incuestionables, sobre un cierto aumento del CO2 en la atmósfera que procede de las emisiones humanas, y que representan un 5% del total. Los modelos climáticos y la realidad muestran un clima cada vez más extremo, donde cada día se baten récords de temperatura. Según los expertos hemos entrado en un nuevo ciclo climático antes no reconocido por el hombre, aunque sí por la Tierra.

Humboldt decía que la Naturaleza establece una misteriosa conexión con nuestros sentimientos más íntimos y constituye la verdadera república de la Libertad. Las emociones que despierta el conocimiento del medio natural pueden ser tan diversas como individuos hay en este planeta. Personalmente reconozco que discrepo bastante de la percepción oficial sobre el cambio climático, y me cuesta muchas discusiones acaloradas con los amigos. A mi entender, el cambio climático es la punta de un iceberg que esconde problemas mucho más profundos, y que se asientan sobre tres pilares fundamentales: el alejamiento progresivo de la población de la Naturaleza, la avaricia por los recursos naturales y el consumo desmedido. Los líderes políticos mundiales se han atrincherado bajo la bandera del cambio climático; unos para negarlo y otros, para convertirse en misioneros de una pseudorreligión que ya tiene fieles y doctrina. Todos sabemos los intereses que defienden unos y otros. En menos de una década se han apoderado del conocimiento científico (y les hemos dejado) para diluir la voz de las asociaciones independientes de defensa de la Naturaleza y lanzar sermones, de cumbre en cumbre, basados en el miedo y la culpa (un binomio que siempre da resultado).

La destrucción del medio natural y el consumo van de la mano. Conciliar la relación del hombre con la naturaleza requiere un cambio radical y profundo en la manera de pensar, y otra forma de ver la realidad que nos encamine hacia nuevas actitudes. El aumento del conocimiento depende completamente de la existencia de desacuerdos y de gente que se plantee dudas ante los dogmas establecidos. Con el conocimiento llega el pensamiento, y jamás el poder ha revolucionado éste último.

Analizando lo que tengo más cercano, veo que mis hijos no echan de menos la naturaleza, no tienen esa necesidad de sentirla, y perciben el campo como una especie de parque temático donde pueden encontrar algo de diversión. El modelo turístico urbano se ha implantado también en el medio rural, con visitas a lugares y puntos de interés natural en grupos organizados, y de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Los espacios naturales están repletos de prohibiciones y reglamentos que le hacen a uno sentirse extraño en su propia casa; no hay espacio ni tiempo para el zanganeo, la soledad, el silencio y la mera contemplación. Las actividades extraescolares en la naturaleza para los niños consisten en visitar granjas-escuela donde las gallinas tienen los nombres de los enanitos de Blancanieves y donde les explican que los tomates vienen de una mata. El medio ambiente es ya una mercancía más en la rueda del consumo. El siguiente paso será vendernos el aire que respiramos y ponerle precio a su calidad.

Los que van a cambiar el mundo han de entenderse con la Naturaleza, vivirla, sentirla y amarla. Por ello, en vez de esa remanida frase sobre «qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos» vamos a pensar más bien «qué hijos vamos a dejarle a nuestra Tierra». Ésta sí que es una tarea individual que puede tener una enorme trascendencia.

 

Recomendaciones de la autora:

(1) Canción para después de una reposada lectura: «Cambia todo cambia» de Mercedes Sosa. https://www.youtube.com/watch?v=0khKL3tTOTs

(2) Bibliografía para profundizar: EL CLIMA DE LA TIERRA A LO LARGO DE LA HISTORIA. José Miguel Viñas Rubio. http://www.divulgameteo.es/uploads/Clima-Tierra-historia-JMV.pdf