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Asesinato

Literatura

Los tiburones nadan en círculo

24 junio, 2019
Tiburones

El comisario Bermúdez había pillado por fin a un pez de los grandes; la pena es que la pieza estuviera más tiesa que la mojama y no pudiera sacarle la más mínima declaración. El mayor narcotraficante del país había sido encontrado con un tiro en la sien junto al cuerpo, también sin vida, de una muchacha de vida galante; una de esas jóvenes eslavas que pululan por los alrededores para vender su cariño al mejor postor. El hielo de los vasos de whisky aún no se había derretido cuando la policía derribó la puerta de la habitación, para encontrarles semidesnudos y abrazados como un par de adolescentes en su primera cita. Él llevaba un lazo de raso blanco en la muñeca, con varios nudos a modo de recordatorio, y ella calcetines rojos de lana gruesa subidos hasta las rodillas. Las pruebas del escenario confirmaron que aún estaban en los preliminares cuando recibieron el disparo mortal.

—Una bala por cabeza, limpia y certera. Sin duda se trata de un profesional —informó el comisario.

—Un ajuste de cuentas. La pena es la muchacha, tan joven; a la pobre no se le dio muy bien la noche —respondió el subordinado.

La señora Valici, una huésped con insomnio y acostumbrada a hurgar en las vidas ajenas, pudo ver al asesino en su huida por las escaleras, con la pistola caliente aún en la mano. Solo le vio de espaldas, pero en su declaración afirmó que se trataba de un joven blanco de unos 30 años, alto y moreno, correctamente vestido y con un delicado tatuaje en el brazo derecho: un trébol verde de cuatro hojas. El asesino escapó por la salida de incendios, abriendo la puerta sin dilación hacia dentro, como Pedro por su casa. Dejó una estela de perfume varonil, de los caros, puntualizó la señora.

La reconocida escritora Emilia Valici salió de la comisaría a la hora del vermut. Se había demorado corrigiendo las faltas de ortografía de su declaración. Ya en el taxi se dio cuenta del olvido: ella ocupó durante escasos minutos la habitación del narcotraficante, la misma mañana del crimen. Al no tener la cama orientada al norte (como a ella le gusta), regresó a la recepción para exigir un cambio de alcoba. Llamaría más tarde al comisario para contarle este pormenor. El asesinato ya había trastocado demasiado su agenda; tenía una cita para comer y aún debía pasar por el hotel para cambiarse de zapatos. Los tacones altos siempre dan una mayor prestancia para hablar con los periodistas.

Los libros de la Valici son objetos de culto en las universidades internacionales, por su precisa documentación histórica y su depurado estilo literario. Su obra rayaría la perfección si no fuera por la licencia que se toma la autora a la hora de analizar, con cierto menosprecio, las culturas ajenas. Para ella, la vida es una constante oposición a cátedra y en sus investigaciones pone especial énfasis en las comparaciones. Desde su atalaya moral dictamina y discrimina como una diosa del Olimpo. Mientras sube la calle de Alcalá recuerda las amenazas recibidas por su último libro, donde califica de alcohólicos a los nórdicos y de vagos a los mediterráneos. Breves mensajes electrónicos intimidatorios que acaba por tirar a la papelera. No es la primera vez; sabe que es el precio que ha de pagar por su erudición.

El periodista es mucho más joven de lo que esperaba. Le sorprende su traje impecable y los finos modales. Aguardaba a uno de esos snobs con ínfulas de escritor que suelen enviar las editoriales; desaliñados adrede que no acentúan las palabras esdrújulas y utilizan una retahíla de anglicismos para hablar de la tortilla de patatas. El muchacho le sirve una copa de vino y le pide permiso para quitarse la chaqueta. Hay algo en él que le resulta familiar, piensa la escritora. Ella le advierte que trae todas las respuestas por escrito, y que no tolerará que le cambie una sola coma. Su lema es no dejar un resquicio a la improvisación. El joven le sonríe y asiente, dejándole caer que no esperaba otra cosa. Cuando ve pasar al camarero, levanta el brazo para pedir la carta. —Invita la editorial —le recuerda con un guiño a la escritora. Es entonces cuando ella ve el tatuaje bajo la manga y reconoce su perfume.

El comisario Bermúdez no cree en las casualidades. No es tan tonto como para aceptar que su única testigo haya muerto de manera accidental. Sabe que los tiburones de la ciudad están siempre al acecho; nadan en círculos por el asfalto. El taxista jura y perjura que la señora se le metió literalmente bajo el coche. Hay decenas de testigos que lo confirman. Los clientes del restaurante la vieron salir a la carrera, tropezando con las sillas y cojeando. Un grupo de jóvenes asevera que la escritora se lanzó a la calle sin mirar, justo en el momento que el semáforo se ponía en verde para los coches. El joven periodista relata que el encuentro se estaba desarrollando con normalidad, dentro de las peculiaridades de la señora, les dice.

—Cuando alcé la mano para llamar al camarero, la señora Valici se levantó de un salto y corrió disparada hacia la salida, sin darme la más mínima explicación. A la altura de la barra se le rompió un tacón.

El comisario le deja a solas con la perito de la Científica, para que le tome el ADN y las huellas dactilares. Por ahora, es el único sospechoso.

—Todos los jóvenes lleváis la misma colonia, ¿la del futbolista? —le pregunta la experta.

—Sí, ayer fue mi cumpleaños y me la regaló mi novia —responde el periodista.

—Mis hijos también la llevan. ¿Quieres un café? Mucho me temo que la noche será larga.

El joven periodista acepta el café. Cuando estira el brazo para tomar la taza, nota algo colgando de la manga de la camisa. Es una de las pegatinas con las que jugaba esta mañana su sobrina: una imagen infantil de la Hello Kitty envuelta en un precioso trébol verde.

 

Fotografía: ©Arash Ashkar